Cuando nos despedimos me dijo que todo estaría bien. La gente nos
miraba. Ella lloraba mucho. Solo me salió abrazarla y decirle lo mismo, que
todo estaría bien. Pero en realidad en mi cabeza solo tenía dos opciones: irme
con ella o quedarme haciéndome el gran hombre, de pecho inflado y sin que se me
caiga una lágrima. Una estupidez, pero fue lo que hice. Un último beso y un
abrazo más. Los puños en alto de los dos como señal de despedida y ella camino
a su viaje como los jugadores por el túnel a punto de salir a la cancha.
Emprendo mi retirada. Agarro mi campera, una finita, la misma con la que
tenemos una foto que colgaba en mi departamento que nos sacamos en el verano en
Gesell. No llevo equipaje. Me hace pensar en las canciones onda Gieco que
llevan esa frase y siendo chico las escuchaba cuando mi hermano ponía música e
imaginaba que eso debía suponer libertad. Veo que hay diferentes maneras de
leer el juego, y al menos hoy siento que alguien la pudo haber escrito en un
momento parecido al mío. Mi idea de libertad esta confundida con tristeza, me
parece.
Solo tengo un traje en una funda, una entrada que no use y las ganas de
volver rápido a mi casa a dormir y no despertar por un par de días. Tenía las
entradas para ver a El Mato y el debut argento de Capital Cities, todos en un
mismo lugar, pero va a ser mejor que me vaya a casa.
Subo al colectivo y apoyo la cabeza sobre el vidrio. Son las 4 de la
tarde y la fauna porteña late. El rock quedo definitivamente de lado, me compre
un yogur para el viaje.
Me acomodo para dormir pero el de adelante no se decide y se mueve para
todos lados. Se da la vuelta y me mira. Me mira como los chinos de Alberti a
sus clientes, desconfiado. Porque con mis amigos cuando vamos a comprar
desconfiamos de sus productos, creemos en esos mitos que apagan las heladeras
de noche y un montón de boludeces más que solo pasa el noticiero de América. Y
ellos nos miran como si les fuéramos a robar. Miran así a todos. Veo la
psicosis de la gente y la desconfianza de ellos. Siempre hay uno que anda
despeinado y en ojotas que se persigue por todo. Lo apodamos Bruce Lee, porque
tiene cara de nada, pero suponemos que debe ser crack en las artes marciales.
Es una boludez, lo sé. Es como decir que por jugar al futbol y ser argentino
ellos piensen que alguno de nosotros juega como Messi. Pero por alguna razón,
nos divierte y lo saludamos con un Bruce a secas cuando vamos a comprar.
Nunca recibimos más que un movimiento de cabeza, pero lo bancamos.
El chofer me deja un agua mineral caliente y un alfajor en condiciones
extrañas. Y entonces empiezo con mi discusión interna sí que empresa de micros
debí haberme tomado. Si esta, o la otra. El de adelante se vuelve a dar vuelta
y como no estoy de humor y ya es la segunda vez que lo hizo, le ofrezco mi
agua. Me dice que no, que gracias. Entonces supongo que dejara de mirarme. Que
lo tomo como que se lo dije mal. Creo que lo logre. Pero no. Esperó el momento
y me pregunta si soy el compañero de secundaria de su hijo. Como no soy adivino
y definitivamente tengo poca onda, le pregunto cómo es el nombre de su hijo.
Facundo Díaz, me responde. Y si, Facundo Díaz, era mi compañero y a ese hombre
que me molestaba hasta recién, le pido disculpas y que me entienda que vengo de
un largo viaje. Tengo bastantes días de secundaria dormidos en su casa, unos
cuantos Gancia escondidos antes de la matinee y un par de retos a las 3 de la
mañana porque gritábamos los goles del Sega como si fuera el último. Su hijo
tenía jugada que se llamaba La antigua Grecia. Era un truco que el
jugador le pegaba de mitad de cancha y por alguna razón, rara vez el arquero la
atajaba. En un torneo picante, con algunos más, decidimos prohibirla para siempre
por no hacerle honor al Fair Play. Esos torneos estaban buenos porque no se
podían elegir selecciones pro, entonces terminábamos jugando con equipos como
Gales o Islandia como que para que si salías campeón, tenga gustito a hazaña.
Recuerdo su nombre, Jorge se llama.
El descampado empieza a surgir en la ruta. Me duele la cabeza y mis
pensamientos no son buenos. Intento dormirme con la capucha puesta. Alguien va
a cumplir su sueño y yo estoy triste por eso. Mierda que estoy en egoísta. Hoy
no debería sentirme así. Pero vamos por parte, no me pone triste que vaya a
cumplir su sueño. Me pone triste que para cumplirlo deba irse tan lejos.
Debería disfrutarlo, pero al menos por ahora no me sale. Me sale pensar
en que no va a estar más con sus dibujos, con sus fotos, con sus colores, con
sus movimientos de manos. Porque me gusta cuando habla así, explicando todo con
las manos. A veces robóticamente. O cuando le agarra el síndrome del ritmo.
Siempre decía que si se ponía mis lentes de lectura setentosos, le agarraría el
síndrome del ritmo, y hacia muecas como si empezara a mezclar discos sin parar.
Como si le agarrara convulsiones, lo acompañaba con sonidos como esos que yo
imitaba de chico del Double Dragon. Lo hacía generalmente cuando se despertaba.
Cuanta frescura en una sola persona. La imagen perfecta a pesar de su nariz
imperfecta.
Al llegar, el día esta algo gris, aunque claro, ya es un poco bien de
noche. Mi departamento está en silencio y así lo será por unos días. Nunca me
gustaron las persianas bajas pero ahora si. Mi hermano me merodea, me rodea la
manzana con mensajes de texto que nada tienen que ver con mi momento. Ok, lo
agarré. Me quiere distraer y yo le voy a hacer suponer que lo hizo. Contesto
con jajaja, claro, buenísimo!
Me canso de fingir y le digo la verdad. Que la voy a extrañar.
Hay una espera de su parte, la juega de bombero y me dice que vendrá a
casa a la hora que sea, que solo ponga la pava al fuego. Que unos mates pueden
calmar mucho, pero no sé si más que una tarde frente al mar.
Me pongo nervioso y le cuento que intente regalarle un puñado de mar en
una botella. La llene con arena y la envolví en Tus Canciones de Lisandro
Aristimuño. Que me había salido hacer eso en lugar de escribirle, como era mi
deseo. A veces pienso que fue una idea tonta, aunque hoy estoy un poco más
conforme con lo que hice.
Hablamos. Mi hermano me dice que todo va a estar bien. Todos me dicen
que todo va a estar bien. Estoy algo pesimista, lo sé. Me levanto de la silla,
me arrodillo y busco discos. Estoy inquieto y a la vuelta a sentarme con él, se
para, me agarra la cara y me da un cachetazo suave, como cuando me dice que me
quiere. Y yo no quiero que lo haga, que no diga eso. Porque voy a llorar. Y no
quiero llorar delante de él. Entonces mientras me habla, me atraganto con mi
llanto y lo escucho, apelo a una de mis tantas ideas estúpidas. Mi contraataque
para no llorar es pensar la formación ideal con los mejores jugadores de
básquet que yo haya visto del club del cual soy hincha. Entonces pienso:
Farabello en la base, Domine, De la Fuente y así. Pienso donde puedo meter a
Hopson en ese cinco inicial. Siento que debo hacerle lugar al Sepo Ginobili en
la base, pero vuelvo a pensar que vi al mejor Farabello. Y vuelvo ahí, al
lugar, con la cachetada. Y si, lloro. Lloro rápido, con vergüenza. Estoy
confundido. Quiero verla ahora que se fue, quiero otro trabajo, quiero ocupar
mi tiempo.
Me reta y me dice que debo hacerme cargo de la situación, que esto no es
un disco y no se puede pasar de un tema a otro. Empiezo a sospechar que mi plan
fugaz de pasar de un tema a otro fue así, fugaz.
Al otro día aparece Martín y me invita a comer a su casa. No me saca el
tema, él sabe mucho, incluso más que yo. Pero quiere cuidarme y lo dejo. Me
trae la cerveza que me gusta y la pizza como me gusta. Hasta compro el helado
de mi sabor preferido. No me puedo quejar. Hasta me pone la música que escucho,
y eso que a él no le gusta para nada. Me mira, me palmea y sonríe. No es
necesario que haga eso. Con su amistad me basta y me sobra. Me distraigo con su
hija que me cuenta lo de toda nena de su edad: del jardín, de sus clases de
danza. Tiene un pizarrón e intenta escribir mi nombre. Se confunde la J con la
G. La ayudo y nos reímos. Trae sus juguetes y los deja a todos ahí, en el piso.
Me invitan a quedarme a dormir. Y con esas palabras encima miro a mí
alrededor los juguetes y sí, me siento un niño. De los bien malcriados. Saco
valor y les digo que no, doy las gracias y explico que mañana debo ir muy
temprano al trabajo. No sé por qué debo ir tan temprano, si yo no trabajo en
ese turno. Me retrucan que desde su casa, mi trabajo queda más cerca que de la
mía. Me ponen en aprietos y les salgo que no quiero molestar a las 6 am con mis
movimientos torpes de recién levantado. Y aparte soy de los que ponen 5 alarmas
seguidas hasta levantarse. Un embole.
Me voy a casa. Tengo unos mensajes de ella. Le contesto que le contare
todo por email y que por acá hace un poco de frío. Su respuesta nada tiene que
ver con lo que esperaba. Su respuesta empieza con disculpas. Ya está. No es lo
mismo. Sigue, lo leo. Lo leo de compromiso. Ya no quiero seguir haciéndolo. De
hecho supone eso en el email. Me quedo quieto y me rasco la cabeza. Voy a la
cocina pensando y me preparo un té. Abro el libro de Casas que me regaló, leo
su dedicatoria y su firma: Chica de Oro.